lunes, 12 de octubre de 2009

¿La impunidad como norma?

La nefasta práctica de escribir con sangre la política tendría que llegar a su fin, y esto sólo será posible si los aspirantes a conducir los destinos de nuestro país asumen un firme compromiso de respeto a la vida, y si la justicia boliviana se quita la venda que le impide ver el régimen de impunidad que, por su propia inacción, se ha instalado en el país.


Si una característica ha tenido el proceso político que vivió Bolivia en la última década es que el mismo se ha visto teñido por la sangre de decenas -si no centenares- de vidas cegadas a raíz de los innumerables episodios de conflicto, crisis social y política.

Sólo en los tristemente célebres hechos de febrero y octubre de 2003, que marcaron el derrocamiento del ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, se produjeron alrededor de un centenar de víctimas mortales. Más antes, en las gestiones de los presidentes Hugo Banzer Suárez y Jorge Quiroga, son incontables los conflictos sociales con que se saldaron la vida de ciudadanos bolivianos; y después, la sucesión constitucional del presidente Carlos Mesa al entonces titular de la Suprema, Eduardo Rodríguez Veltzé, se vio manchada por la muerte, en circunstancias hasta hoy no esclarecidas, de un dirigente minero en las proximidades de la ciudad de Sucre.

Ni qué decir de los hechos de violencia que se desataron durante la actual gestión gubernamental. Desde el sangriento conflicto minero ocurrido en el centro minero de Huanuni hasta el enfrentamiento de El Porvenir (Pando), pasando por los cruentos conflictos de Cochabamba, La Calancha (Sucre) o la ejecución de una presunta célula de terroristas boliviano-extranjeros en el Hotel Las Américas, la cantidad de personas muertas es por demás alarmante.

Lo cierto es que en todos esos hechos de violencia fratricida, así como en todos los que resultaría imposible de enumerar en este espacio editorial, se han producido víctimas fatales sin que hasta el día de hoy exista una sola persona que haya sido hallada responsable y, por consiguiente, condenada por la justicia boliviana.

Parecería, pues, que en nuestro país la impunidad ha quedado institucionalizada, y que el luto, el ensangrentamiento y la muerte de ciudadanos bolivianos se han convertido en prácticas habituales de los actores de la vida política y de las luchas sociales, como si no existiera respeto por la vida ni los derechos de las personas.

¿Cómo se puede explicar que las instituciones encargadas de administrar justicia no hubieran cumplido debidamente su rol ante semejante extralimitación de los actores políticos que han estado y están involucrados en la lucha por el poder? ¿Se trata de una conducta que habría que calificar de negligencia, incapacidad, indolencia, temor o sometimiento político de la justicia?

Ahora que nos encontramos sumergidos en un nuevo proceso electoral, éste es un tema que no puede ni debería quedar al margen de los temas de debate público que sostendrán los principales aspirantes a la presidencia de la República, porque finalmente todos ellos han estado vinculados, en distintos momentos de la vida democrática boliviana, al manejo del aparato del Estado.

La nefasta práctica de escribir con sangre la política tendría que llegar a su fin, y esto sólo será posible si los aspirantes a conducir los destinos de nuestro país asumen un firme compromiso de respeto a la vida, y si la justicia boliviana se quita la venda que le impide ver el régimen de impunidad que, por su propia inacción, se ha instalado en el país.

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