La experiencia debe servir para que no se abra ni la más mínima posibilidad de retroceso hacia el golpismo latinoamericano
Pocos días antes de se cumpla el vigésimo noveno aniversario del último de los muchísimos golpes de Estado que jalonaron la historia de nuestro país, uno de sus principales protagonistas, Luis Arce Gómez, ha sido encarcelado. Es un hecho que, además de justiciero, tiene un alto contenido simbólico por las circunstancias internacionales en que se produce.
El encarcelamiento de Arce Gómez, que coincide con el rotundo y unánime rechazo con que el mundo entero reaccionó ante el reciente golpe hondureño, son dos actos que dicen mucho de lo lejos que están --y de lo lejos que deben mantenerse-- esos aciagos tiempos en los que los militares, siempre con la complicidad de grupos civiles, hacían de árbitros y protagonistas de la política latinoamericana.
Hasta hace 30 años, personajes como Arce Gómez y crímenes como los que cometió no eran excepcionales. Por el contrario, los golpes de estado con sus secuelas de atrocidades fueron una constante en la historia latinoamericana desde sus primeros tiempos. Ya Bolívar y Sucre fueron víctimas de ese método de acción política y ni Bolívar se libró, al final de su vida política, de caer en la tentación de la dictadura.
Las razones con las que se justificaron los golpes de estado fueron variando a través de la historia, pero lo que nunca cambió fue el fenómeno de fondo que se manifestaba a través de ellos. La incapacidad de nuestras sociedades para resolver sus conflictos políticos por medios civilizados siempre estuvo tras cada intervención militar.
Todos los golpes de estado de los años 60 y 70, por razones inherentes a su espurio origen, derivaron en regímenes dictatoriales. Todos fueron atroces, pero hubo dos que se destacaron por su extrema crueldad. Uno fue el argentino, que hizo desaparecer a unas 30.000 personas y aplicó indescriptibles torturas a muchas más. Otro fue el de García Meza y Arce Gómez. Los asesinatos de Luis Espinal, en la fase preparatoria del golpe, de Marcelo Quiroga Santa Cruz, de toda la dirigencia del MIR, entre muchos otros, fueron algunos de sus peores crímenes.
Aunque como todos los demás golpes de estado de aquella época pretendió justificarse en la lucha contra la “expansión del comunismo”, expresado entonces en el triunfo electoral de la UDP, tuvo además muy sólidos vínculos con el narcotráfico, lo que lo hizo doblemente repudiable ante los ojos del mundo. Tanto, que contribuyó mucho a que en la conciencia mundial se active, y se mantenga vivo hasta hoy, el rechazo a los regímenes provenientes de golpes de estado.
El encarcelamiento de Arce Gómez es pues una buena ocasión para recordar porqué no se puede ni debe considerar, ni remotamente siquiera, la posibilidad de volver a abrir las puertas al golpismo latinoamericano.
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